Enciendo una pequeña vela. Asumo que me ilumina. Asumo que hace algo por mí. La ansiedad se hace bonita con el té de menta, parece una ola de petróleo en el estómago. Es una cuchura de placer. Divagar la lengua de un lado al otro, a la par de cada dramón en cada pensamiento, complementa a la ola, rellena el vacío del olor de la vela. Cremilla quemada. Vainilla saturada.
Allá, el hombro derecho fácil del cual desconfío. Mano izquierda que enseño cada día su autonomía. Atrofia de un cuerpo que no descubro, violencia colonialista de mi cuerpo que no acepto. Desdicha de joven, placer de viejo. Atrofia que se me hace fobia cada vez que me hago el cuerpo. No, cuando me como mi cuerpo.
Un número me hace la diferencia del ánimo, un nombre de día me cambia el gusto, una ráfaga de lluvias me evaporan las ganas de sonreír, un besito del humo de bus me sonroja, una nalgada social que me tiene loco. Una pateaita. Una mordida de pan, un sabueso de perro, un asopado de puerco, una miradita entre los aguas. Esa es la nalgada social de cada día.
Como en este momento que me devora la ansiedad, la ausencia, la tachadura, el más abajo. Esa vaina que no sé nombrar. Esa cosa que no sé atravesar por el discurso, ni mucho menos por una imagen o una palabra. Pero acosa, amuralla, legitima, pervierte. Acosa las piernas, amuralla la boca del estómago, legitima el desvarío y pervierte lo que ya viene pervertido.
Esto no es una haraquiri ni una entrega de acemita. No es un gato sobre el tejado, ni mucho menos encerrado. Sino simplemente un diván escrito, un mercurocromo retrógrado, una llaguita de un recojelatas. Pues, una noche fácil.
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