Dicen que los hombres mueren al ver la luna con la cabeza a 90 grados del raz de sus hombros. Esta noche varios de ellos han muerto. La luna cavila sobre los ignorantes que duermen sin cesar, sin espera. Allí están los cuerpos en el patio de la casa, todos amontonados y gastados a la espera de ser quemados. Mis tíos salen a pinchar los cuerpos a ver si queda alguno que otro vivo. Realmente no lo creo. Mis ojos no se cansan de ver con jolgorio aquella fiesta de cuerpos colgados, tenues, tibios. Algo chorrea sobre ellos, no estoy seguro que sea sangre. Puede que sea sudor, ¿pero estos seres sudan? No lo creo, que va. Mis manos se apoyan de la ventana, han pasado horas, han permanecido estáticas. Quieren observar la cuerda que degolla, pero mis padres me prohiben pasar la ventana. Mis manos despiertan, porque escuchan los alaridos de muchas personas que provienen del otro patio. Una larga humareda negra resopla con alaridos. Ha comenzado el otro festín.
Un sueño de ayer