25 abr 2010

55° Pasaje

Te hurgué, te sentí, me dejaste ser en ti.

La posibilidad de deconstruirte, en cómo me deconstruiste, la cumplí exactamente cómo lo quería. Tu filosofía no llegó a dejarme en plenitud, pero sí en la vía de tenerla. Sí fuiste la suficiente en enseñarme el camino bipolar entre lo correcto y lo incorrecto, tan necesarios para vivir y convivir junto a otros. Me dejaste que hiciera de ti un añico de análisis y putrefactas apreciaciones. Me dejaste que hiciera de tus rincones y tus lados oscuros, poemas y trazos enteros. Sentí tener tus amaneceres en mí, fueron grandiosos, tan grandiosos como los orgamos que puede vivir en secreto y en silencio. Tus atardeceres fueron distintos, intocables, inrazonables, más grandiosos y muchísimo más placentero. Sí, lo admito, lo admito en silencio, fui tu amante. El desdichado amante que se admira por curvas y gotas de frío desconocidas. Un amante no de tu viejo mundo. Un amante de tu vieja y degastada usanza. Sentarme a tu lado para respirarte, desearte como bien se puede desear una taza de chocolate caliente. Ni hablar que me diste de comer, pero no soporté nada de esa comida tuya. Fue extravagante el asunto de comer. Empero, no pude soportarlo. Ni hablar de tu noche, de nuestras continuas noches juntos, no hablar de tus estrellas, tan lejanas a las de mi tierra. En mi tierra son más cercanas e inagotables, las puede rozar con los dedos. En fin, fuiste mía. Y no sé si la poética me lo permita, o el kilometraje romanticista me lo permita; pero, fui todo suyo. Dicen de mí que cambié, que usted me cambió, que usted me tuvo para cambiarme. Sin embargo, me mantengo por días en la idea que fui yo quien decidió cambiar. Cambiar no tanto como trasto, sino como valioso bien. Usted ha sido mi curva preferida, mi rincón de lejos, de esa curva que puedo -de tanto en vez- visitar y hacer -una y otra vez- mía. De mí, no te he dejado nada. Pronto, seremos algo. No me consumaré en ti, pero de nos podremos hacer algo mejor. Insisto, usted ha sido mi cadera preferida.

A ti, Madrid.

54° Pasaje

Atento estoy, y sigo andando, a este paulatina palidez de sensaciones. Me la otorgó Febrero, mes de complejidades literarias al estilo de Otero Silva. La sabana y su soledad cundida de mosquitos y cubierta de vahos. De jueves sabaneros donde la lluvia se anticipa y nunca se presenta. Así es esta palidez. Una sabana de Otero Silva. No tan parecida a la sabana de Gallegos o de Díaz Sáchez, sino la propia de él. El caluroso encuentro genera palidez, el calor del vaho despierta la colorida serie de amarillos y cobrizos. El mosquito en ritmo atonal se acerca al calor, juega, se baña en éste. Llama a un mosquito, a otro, y a otros tantos. No es una fiesta, no es un ataque, es el baño. Los mosquitos se bañan en el calor. Esta palidez aumenta, aumenta tanto que las sensaciones se esparcen y desaparecen. La sabana se ha tragado a las sensaciones. La sabana, junto a su soledad, me ha tragado. La palidez, me la ha dejado. Quién sabe hasta cuando, ni hasta dónde. Pero atento estoy ante la sabana. Ando petrificado leyendo mosquitos, viendo vahos, dejando que la sabana sea ella y no más que ella. Ya llegó Abril y ya se despide Abril. Este mes no ha sido sabana, no ha sido selva -como hace tiempo, hace años, era para mí. No he hablado de Marzo, un mes de mesetas, de sensaciones inefables y constantes. Sólo recalco Febrero, un mes que se ha hecho tres meses, y que hoy me comió su sabana. Me comió la sabana de Miguel Otero Silva.